Nunca se había fijado en aquel agujero del techo hasta aquel día
en que, agotada, miró hacia arriba intentando estirar el cuello.
Llevaba tres años trabajando en aquella oficina situada en el
centro de la ciudad, en uno de esos rascacielos llenos de oficinas. Desde las
ventanas se podían ver todas las azoteas y el skyline de la ciudad, incluso una
nube continua de polución alrededor de ellos.
Se desperezó en su asiento, estirando los brazos y la espalda lo
máximo posible; agarrotada de mantener la misma postura durante horas. Fue
cuando echó la cabeza hacia atrás para liberar las cervicales cuando vio que,
en uno de los paneles del falso techo, justo encima de ella, había una
roncha marrón de alguna gotera y en una esquina de la misma un desconchón de,
más o menos, un par de palmos. A través del pladur roto se podían ver cables y
tuberías llenas de polvo y telas de araña, aparte de eso, todo era oscuridad.
Le sorprendió no haberse fijado hasta ahora en aquel agujero
¿cuándo habrían tenido goteras allí? Se sumió en sus pensamientos mirándolo
hasta que su compañera de enfrente la sacó de su ensimismamiento para pedirle
unos artículos por encima de la pantalla de cristal que las separaba.
Aquellas ensoñaciones mirando el agujero se repitieron en los
días posteriores: en sus ratos de desconexión, mientras hacía sus
estiramientos, apoyaba la cabeza sobre el respaldo y se distraía mirando aquel
hueco. Se dejaba llevar por diversos pensamientos y divagaciones, se sumía en
un pequeño sopor, reflexionaba sobre su vida, se evadía en su mundo
interior... Aquella gotera se convirtió en su “Babia” particular y su escape de
la rutina.
Poco a poco, aquellos momentos de distracción, se hicieron más
largos y más constantes. Muchas veces solo la lograba sacar de su
ensimismamiento el golpe seco que daba en la mesa su compañera de enfrente con
la carpeta, y que venía acompañado de alguna frase del tipo “¡despierta!” o
“¿en qué piensas tan concentrada?”
Aquellas últimas semanas fueron muy atareadas en la oficina y no
pudo relajarse mirando el polvo y las telarañas que poblaban la tubería sobre
su cabeza. Echaba de menos aquel rincón oscuro en el que huía de todo. A veces,
incluso, imaginaba que escapaba por allí y llegaba hasta la azotea, donde
encontraba otro mundo.
Uno de aquellos días de estrés, en una rápida ojeada que echó,
le pareció ver algo que se movía dentro. Como quien ve una sombra, volvió a
mirar para cerciorarse de lo que había visto, y se quedó atenta observando;
algo se movía en la oscuridad, pero no pudo entretenerse porque su compañera ya
la estaba acechando con unos documentos. Aquel día se permitió echar pequeñas
miradas al techo y en una de ellas creyó ver unos ojos que la observaban desde
la entre las sombras.
Durante toda la semana, intentó aprovechar todos los huecos
ociosos en los que poder alzar la cabeza para echar un vistazo y un par de días
llegó temprano a la oficina para subirse a su silla e inspeccionar más de
cerca, con lo que lo único que consiguió fue estornudar con el polvo y
mancharse las manos.
Se le acumulaba el trabajo. Tenía poco tiempo libre, se pasaba
el día en la oficina, cuando salía se llevaba cosas para adelantar en casa y
dormía poco, pero seguían acumulándose las tareas. Mientras tanto, aquella
presencia en el techo se fue haciendo más evidente: oía arañazos y gruñidos
sobre su cabeza, miraba hacia arriba y veía algo moverse de acá para allá a
través de las tuberías. Sabía que no era una rata, a pesar de que no había
llegado a ver exactamente qué era, parecía más grande y no tenía la cola larga.
Probablemente aquel agujero era su guarida. Probó a dejar pequeños trozos de
comida sobre la mesa al irse y por la mañana aparecían mordisqueados o solo
migajas. Gracias a eso, un día que tuvo que quedarse hasta tarde en la oficina
terminando unos trámites, el animalillo se tomó la libertad de salir de su
guarida en busca de su nueva amiga. Aunque esquivo, se dejó observar, y ella se
dio cuenta de que era la primera vez que veía esa especie que, por sacarle
parecido a algo, se asemejaba a un mapache. Consiguió darle de comer en la
mano, parecía que el animal se sentía un poco solo.
A partir de entonces, dejó de importarle la montaña de carpetas
acumuladas en su escritorio. Jugaba con el animalillo cuando todos se habían
ido y él había ido cogiendo confianza suficiente como para bajar a hurtadillas
hasta su mesa y acurrucarse en sus muslos mientras ella estaba en el escritorio
trabajando, la arañaba las piernas y le mordisqueaba los dedos para que jugase
con ella durante las horas de trabajo, pero se escondía en cuanto oía pasos
cercanos, volvía a su escondrijo cada vez que el jefe venía a pedirla
explicaciones sobre el trabajo retrasado, etc. Siempre, cuando se iba, el animal la instaba a que subiese a su
guarida con él, parecía que no quería quedarse solo de nuevo. Intentó encontrar
en internet de que especie se trataba, pero no encontraba nada que se le
pareciese. Cuando el animal no podía bajar a estar con ella, ella le oía
llamarla con quejiditos y se asomaba a mirarla.
La ultima vez que su jefe se acercó a su mesa fue para gritarla: ya había recibido suficientes avisos, tendría que tener el trabajo acabado para
mañana. Ella simplemente agachó la cabeza. Se quedó, con la idea de acabarlo
durante la noche, en la oficina. Todo el mundo se había ido ya y el animalillo
bajó con la intención de jugar, ya que no le había hecho caso en todo el día.
Todo estaba silencioso y oscuro, solo se oía el teclear de su ordenador y la
única luz era la de su escritorio. Aquel bichito la arañaba y la gruñía
cariñosamente para que jugase con él, ella intentaba concentrarse en su trabajo
y le decía “hoy no” con seriedad y cariño. No quiso ni mirarle, no quería
perder su trabajo, debía concentrarse. No se resignó, subió trepando ágilmente
por las estanterías y de un salto se coló de nuevo en su guarida, desde la que
asomaba la cabeza y siguió gimiendo, llamándola cada vez más alto. Cansada, miró hacia
arriba con un severo “no” espirado de su boca pero, cuando posó su vista en
aquellos desolados ojillos verdes se quedó helada.
Un fuerte impulso se apoderó de ella y, subiéndose a la silla y
tras apoyar uno de sus pies en una de las estanterías, metió las manos por el
agujero del techo, intentando alcanzarle, pero él no se dejaba; jugaba. Como no
le cabía la cabeza, decidió levantar el panel del falso techo lo suficiente
para meter la cabeza. Pudo ver que era un espacio bastante amplio pese a las
tuberías. Deslizó el panel que había levantado dentro de la guarida de su
amigo, dio un fuerte impulso con las piernas y, lentamente y con esfuerzo, fue
arrastrando su cuerpo dentro del falso techo, temerosa de que se cayese con su
peso. Una vez estuvo dentro, sorprendida de que no cediese, el
animalillo se acercó y le lamió la cara, cariñoso. Ella volvió a colocar el
panel en su sitio, esta vez desde dentro, acariciando a su amiguito.
No se volvió a saber nada de ella y su compañera del trabajo
miraba al techo, como solía hacer ella unas semanas antes, preguntándose qué sería lo que había
visto allí que había llamado tanto la atención durante aquel mes antes de
desaparecer.