jueves, 18 de agosto de 2016

Entretecho

Nunca se había fijado en aquel agujero del techo hasta aquel día en que, agotada, miró hacia arriba intentando estirar el cuello.

Llevaba tres años trabajando en aquella oficina situada en el centro de la ciudad, en uno de esos rascacielos llenos de oficinas. Desde las ventanas se podían ver todas las azoteas y el skyline de la ciudad, incluso una nube continua de polución alrededor de ellos.

Se desperezó en su asiento, estirando los brazos y la espalda lo máximo posible; agarrotada de mantener la misma postura durante horas. Fue cuando echó la cabeza hacia atrás para liberar las cervicales cuando vio que, en uno de los paneles del falso techo, justo encima de ella, había  una roncha marrón de alguna gotera y en una esquina de la misma un desconchón de, más o menos, un par de palmos. A través del pladur roto se podían ver cables y tuberías llenas de polvo y telas de araña, aparte de eso, todo era oscuridad.
Le sorprendió no haberse fijado hasta ahora en aquel agujero ¿cuándo habrían tenido goteras allí? Se sumió en sus pensamientos mirándolo hasta que su compañera de enfrente la sacó de su ensimismamiento para pedirle unos artículos por encima de la pantalla de cristal que las separaba.

Aquellas ensoñaciones mirando el agujero se repitieron en los días posteriores: en sus ratos de desconexión, mientras hacía sus estiramientos, apoyaba la cabeza sobre el respaldo y se distraía mirando aquel hueco. Se dejaba llevar por diversos pensamientos y divagaciones, se sumía en un pequeño sopor, reflexionaba sobre su vida,  se evadía en su mundo interior... Aquella gotera se convirtió en su “Babia” particular y su escape de la rutina.
Poco a poco, aquellos momentos de distracción, se hicieron más largos y más constantes. Muchas veces solo la lograba sacar de su ensimismamiento el golpe seco que daba en la mesa su compañera de enfrente con la carpeta, y que venía acompañado de alguna frase del tipo “¡despierta!” o “¿en qué piensas tan concentrada?”

Aquellas últimas semanas fueron muy atareadas en la oficina y no pudo relajarse mirando el polvo y las telarañas que poblaban la tubería sobre su cabeza. Echaba de menos aquel rincón oscuro en el que huía de todo. A veces, incluso, imaginaba que escapaba por allí y llegaba hasta la azotea, donde encontraba otro mundo.
Uno de aquellos días de estrés, en una rápida ojeada que echó, le pareció ver algo que se movía dentro. Como quien ve una sombra, volvió a mirar para cerciorarse de lo que había visto, y se quedó atenta observando; algo se movía en la oscuridad, pero no pudo entretenerse porque su compañera ya la estaba acechando con unos documentos. Aquel día se permitió echar pequeñas miradas al techo y en una de ellas creyó ver unos ojos que la observaban desde la entre las sombras.

Durante toda la semana, intentó aprovechar todos los huecos ociosos en los que poder alzar la cabeza para echar un vistazo y un par de días llegó temprano a la oficina para subirse a su silla e inspeccionar más de cerca, con lo que lo único que consiguió fue estornudar con el polvo y mancharse las manos.

Se le acumulaba el trabajo. Tenía poco tiempo libre, se pasaba el día en la oficina, cuando salía se llevaba cosas para adelantar en casa y dormía poco, pero seguían acumulándose las tareas. Mientras tanto, aquella presencia en el techo se fue haciendo más evidente: oía arañazos y gruñidos sobre su cabeza, miraba hacia arriba y veía algo moverse de acá para allá a través de las tuberías. Sabía que no era una rata, a pesar de que no había llegado a ver exactamente qué era, parecía más grande y no tenía la cola larga. Probablemente aquel agujero era su guarida. Probó a dejar pequeños trozos de comida sobre la mesa al irse y por la mañana aparecían mordisqueados o solo migajas. Gracias a eso, un día que tuvo que quedarse hasta tarde en la oficina terminando unos trámites, el animalillo se tomó la libertad de salir de su guarida en busca de su nueva amiga. Aunque esquivo, se dejó observar, y ella se dio cuenta de que era la primera vez que veía esa especie que, por sacarle parecido a algo, se asemejaba a un mapache. Consiguió darle de comer en la mano, parecía que el animal se sentía un poco solo.

A partir de entonces, dejó de importarle la montaña de carpetas acumuladas en su escritorio. Jugaba con el animalillo cuando todos se habían ido y él había ido cogiendo confianza suficiente como para bajar a hurtadillas hasta su mesa y acurrucarse en sus muslos mientras ella estaba en el escritorio trabajando, la arañaba las piernas y le mordisqueaba los dedos para que jugase con ella durante las horas de trabajo, pero se escondía en cuanto oía pasos cercanos, volvía a su escondrijo cada vez que el jefe venía a pedirla explicaciones sobre el trabajo retrasado, etc. Siempre, cuando se iba, el animal la instaba a que subiese a su guarida con él, parecía que no quería quedarse solo de nuevo. Intentó encontrar en internet de que especie se trataba, pero no encontraba nada que se le pareciese. Cuando el animal no podía bajar a estar con ella, ella le oía llamarla con quejiditos y se asomaba a mirarla.

La ultima vez que su jefe se acercó a su mesa fue para gritarla: ya había recibido suficientes avisos, tendría que tener el trabajo acabado para mañana. Ella simplemente agachó la cabeza. Se quedó, con la idea de acabarlo durante la noche, en la oficina. Todo el mundo se había ido ya y el animalillo bajó con la intención de jugar, ya que no le había hecho caso en todo el día. Todo estaba silencioso y oscuro, solo se oía el teclear de su ordenador y la única luz era la de su escritorio. Aquel bichito la arañaba y la gruñía cariñosamente para que jugase con él, ella intentaba concentrarse en su trabajo y le decía “hoy  no” con seriedad y cariño. No quiso ni mirarle, no quería perder su trabajo, debía concentrarse. No se resignó, subió trepando ágilmente por las estanterías y de un salto se coló de nuevo en su guarida, desde la que asomaba la cabeza y siguió gimiendo, llamándola cada vez más alto. Cansada, miró hacia arriba con un severo “no” espirado de su boca pero, cuando posó su vista en aquellos desolados ojillos verdes se quedó helada.
Un fuerte impulso se apoderó de ella y, subiéndose a la silla y tras apoyar uno de sus pies en una de las estanterías, metió las manos por el agujero del techo, intentando alcanzarle, pero él no se dejaba; jugaba. Como no le cabía la cabeza, decidió levantar el panel del falso techo lo suficiente para meter la cabeza. Pudo ver que era un espacio bastante amplio pese a las tuberías. Deslizó el panel que había levantado dentro de la guarida de su amigo, dio un fuerte impulso con las piernas y, lentamente y con esfuerzo, fue arrastrando su cuerpo dentro del falso techo, temerosa de que se cayese con su peso. Una vez estuvo dentro, sorprendida de que no cediese, el animalillo se acercó y le lamió la cara, cariñoso. Ella volvió a colocar el panel en su sitio, esta vez desde dentro, acariciando a su amiguito.



No se volvió a saber nada de ella y su compañera del trabajo miraba al techo, como solía hacer ella unas semanas antes, preguntándose qué sería lo que había visto allí que había llamado tanto la atención durante aquel mes antes de desaparecer.