martes, 1 de agosto de 2017

El fugitivo

Podía ver parcialmente a través de la telita verde que cubría mi cara: Unas caras arrugadas y antiguas se cernían sobre mí, enmarcadas por la toca blanca. Las sentía lavar la herida, toquetear los miembros y pinchar el contorno de la herida, mientras comentaban entre ellas mi estado y me hacían algunas preguntas a las que yo contestaba de forma automática, intentando no pensar en el dolor, apretando con ambas manos las barandillas de los de la cama. El doctor guiaba aquella procesión de caras y manos. “Aguanta, chaval, ponemos unos cuantos puntos y ya” dijo y, tras lo dicho, hizo lo propio.
Un dolor punzante hizo que se me arqueara la espalda y me agarrase más fuerte a las barandillas. Los sonidos llegaban amortiguados a mi cerebro y mi vista se emborronó más. Antes de darme tiempo a reanimarme se repitió la punzada, ahora era menos consciente del dolor y más consciente de la sensación de taladro en el hueso, tanto que daba hasta dentera. En la tercera punzada intenté erguirme, pero aquellas momias de madera me sujetaron contra la camilla. En la cuarta perdí el conocimiento parcialmente y con él la cuenta.
Aquel proceso lacerante que había durado apenas unos segundos, se prolongó por, al menos, unos cuantos más: Las punzadas eran rápidas, certeras y  extremadamente dolorosas. Yo me intentaba zafar de aquellas rugosas manos, intuitivamente; intentaba escapar del dolor a pesar de que ello significase la muerte.
Cuando acabaron de coser, y las momias enjugaron la zona con unos algodones húmedos que escocieron sobre el musculo adormilado, una sensación de hormigueo me recorrió la espina dorsal. Cuando consideraron que estaba suficientemente limpio, se esmeraron en taparlo bien y entonces, y solo cuando estuvo bien tapado, una de las momias retiró el trapo verde semitransparente que solo dejaba mi herida al descubierto, y pude ver toda su dentadura mientras decía “Ya está ¿a que no ha sido para tanto?” A mi solo se me ocurrían respuestas ofensivas así que, con las pocas fuerzas que me quedaban asentí y, por fin, relajé los músculos, mientras otra de las mujeres de madera me insertaba una vía con alguna clase de opiáceo.

Cuando desperté, inconscientemente, mi mano fue a la herida: picaba, seguía dolorida y con aquella sensación de hormigueo. Me levanté de la cama y, tras recoger mis cosas, salí de aquel edificio aún atontado por el dolor y la morfina; debía seguir mi rumbo.