jueves, 19 de marzo de 2020

Ahora que tenemos tiempo


Gracias al Coronavirus a muchos nos ha tocado aislarnos del mundo y, con ello, enfrentarnos a ciertas cositas que evitábamos con la rutina... Así que, mi intención es aprovechar para romper mi silencio impuesto (o intentarlo) y a ver si sale algo decente... 



Día de San José (19 de marzo)



Todos los 19 de marzo, el día de San José, mi segundo pensamiento (el primero es para mi padre y progenitor) es para estas dos personas que he tenido la suerte de tener cerca durante toda mi vida: mis abuelos
Ambos contienen al santo en su nombre y, aunque yo no soy religiosa ni creo en los santos, este día siempre están en mi pensamiento.
Hoy les miro o les hablo y les siento tan frágiles… se me escapan… y me duele. Por ello, querría hacer honor a su memoria. Aunque más bien es a la mía de ellos.

Recuerdo que, en el Hórreo, no nos dejaban correr alrededor de la piscina y que el abuelo nos hacía lavarnos los pies en la ducha externa antes de meternos al agua. Allí también recuerdo las tardes en el columpio, viendo atardecer o jugando a subirnos por los palos, recuerdo el arbusto que había al lado, donde una vez la gata (no recuerdo su nombre, era la hija de Cusqui o algo así) tuvo, creo recordar, cinco cachorritos y les pusimos nombre a todos…
Recuerdo los desayunos de tostadas, colocadas estratégicamente para que no se quedasen blandas al enfriarse (ambas de pie, apoyadas una sobre otra por la parte más alta, formando un triangulo con el plato), el Saber y Ganar tras el telediario, en el que el abuelo era el más rápido siempre, el Western de después, el rosario de mi abuela a media tarde mientras iba a regar sus flores con mimo o a tender la colada, las noches de Gran Prix, con su posterior paseo nocturno y las partidas infinitas a los militos en la terraza mientras los mosquitos se achicharraban en la trampa de luz, las cenas de boles de caramelo verde llenos de leche y Corn Flakes, las oraciones de mi abuela por la noche… 
Recuerdo la pulcritud de la abuela y los gruñidos o malas caras del abuelo cuando algo hacías que a él no le gustaba y las riñas de la abuela… 
Tengo grabado en mi recuerdo a ella, en la habitación haciendo las camas, o en la cocina o en la salita al lado de la ventana cosiendo, siempre canturreando u oyendo en la radio el evangelio del día, mientras, el abuelo arreglaba el jardín o la piscina e iba a la compra. 
Recuerdo estar con la abuela en la terraza del hórreo haciendo los deberes, ella me ayudaba mientras cosía, a veces me contaba historias, yo escuchaba y preguntaba… Siempre me contestó aunque fuese un “no sé, hija”. 
Recuerdo ir con el abuelo a revisar la parra, recogíamos las uvas que estaban bien y me explicaba los rudimentarios métodos para evitar a pájaros y avispas, luego pasábamos por la higuera y nos comíamos un par de higos de los que recogíamos y, cuando estábamos en el piso de Madrid, me llevaba con él a comprar el periódico y luego al parque. 

Con ellos, tanto en el Hórreo como en Madrid, aprendí tantas cosas… Aprendí a pelar y cortar patatas, pimientos y otras verduras, a cocinar alguna cosa sencilla, lo poco de costura que he llegado (y problablemente llegue) a saber en mi vida. Aprendí a reciclarlo y aprovecharlo TODO – de mil maneras que ya querrían muchos ecologistas- y, sobre todo, a cuidar las cosas…
Aprendí muchos, muchísimos, dichos y refranes populares, la diferencia de pronunciación entre la “v” y la “b” y la “ll” y la “y”, unas cuantas oraciones a la virgen (de una de las cuales aún me sé el comienzo porque me encanta). Aprendí a calcular edades (luego se proyectó a cantidades y demás) a través de ecuaciones de primer grado, mejoré con la lectura y aprendí a valorarla, a hacer crucigramas y sudokus…

Siempre he sentido mucho respeto y admiración por estas dos personas que, en base, fueron parte de mi educación. 
Yo les conocí así, como abuelos… siempre me he preguntado cómo serían en otros contextos: de jóvenes, como padres, como hijos… Pero yo les conocí así y así quiero guardarles siempre en mi memoria, porque creo que es lo que merecen, que todos les guardemos con el mejor recuerdo que tengamos y que NUNCA les olvidemos.

*****************************************

Urbe:


Y me asomo a ti,
como a una caracola,
Y tu océano es

el sonido de los coches



miércoles, 22 de mayo de 2019

Rompiendo el círculo





Una mano atada a un cuello,
sí ¿Y por qué no?

Una cabeza que se desmorona
y una cabellera que se enreda en la lluvia

¿Qué he hecho?

Los brazos abrazando el suelo,
la lengua enredada en los pies,

¿y la coraza?

No hay gritos, solo silencio,
solo un movimiento y
ya no queda nada…

Un cuerpo estrellado en el asfalto,

unos ojos que gritan,
una lengua que huye.




lunes, 19 de noviembre de 2018

Experiencias pintorescas en el Metro de Madrid I

Conversaciones telefónicas

(Ella)-¡Hola!
(Él)-Hola guapa ¿qué haces?
(Ella)-Nada, aquí, volviendo a casa...
(Él)-Yo también, va el metro lleno de gente… perdona si hay mucho ruido.
(Ella)-… y ¿cómo es que me llamas? No sabía ni que tuvieses mi número
(Él)-Estaba pensando… si te apetecería comer mañana conmigo… podría pasarme por Marqués de Vadillo sobre las 14.00
(Ella)-Claro, ¡me encantaría!
(Él)-Bueno, entonces nos vemos mañana ¿no?
(Ella)-Claro, si quieres te aviso cuando salga del trabajo.
(Él)-Un beso, hasta luego
(Ella)-¡Chao!

Ambos cuelgan el teléfono.
Ella, sentada al fondo del vagón, sonríe y mira al suelo ruborizada. Un par de metros más allá (en el mismo vagón), a él, de pie, se le escapa también una sonrisa de satisfacción y se baja en la siguiente estación sin mirar atrás.
Ninguno de los dos es consciente de que yo he estado en el medio escuchando sus conversaciones que, para mí, tenía total sentido entre ellos. 
Yo también sonrío, divertida, por suerte llevaba mi libreta a mano.


Reflejo perdido

Levanté la vista de mi móvil, aún me quedaban cinco paradas para llegar a Moncloa. Reviso a mi alrededor: un montón de caras anodinas -algunas leyendo un libro, la mayoría con el móvil, otros mirando al horizonte, otros interactuando con sus acompañantes…- Voy posando mi mirada en cada uno de ellos, brevemente, en algunos me detengo un poco más, distrayéndome con mis reflexiones: “pedazo de barba”, “oh! Qué bonita falda”, “¡que mona es esa odiosa pareja de enamorados!”, etc. Cuando tengo bien exprimido todo el vagón, mi vista pasa de refilón por mi reflejo, buscándome de una forma inconsciente, casi automática, pero, en vez de eso… ¿Otra cara se refleja en el cristal? Vuelvo a mirar. Sí, es otra cara. Intentando no parecer paranoica, me concentro en revisar sus rasgos: no se parece en nada a la visión que yo tengo de mí misma. Se trata de una mujer rubia, pelo liso, cara redonda, nariz achatada que me mira también fijamente… Tardo unos segundos en darme cuenta de que se trata de la mujer que va a mi lado. Lo compruebo: la miro intentando ser sutíl y comparo lo que veo con el reflejo que tengo en frente.
“Si ahí está ella… ¿dónde estoy yo?” pienso y, calculando el ángulo de reflexión, fijo mi vista unos centímetros más a la izquierda de mí: tras la persona que va frente a la persona de mi izquierda: “no, ese señor tampoco se parece a mí, en absoluto…” me digo mientras observo metódicamente a un señor que va absorto en un pequeño libro ajado, con un traje marrón muy sobado y al que le asoma la coronilla.
>Próxima estación: Moncloa<
Bajo obnubilada por mis pensamientos, pero tan pronto como estoy en el andén miro a mi derecha, donde ya se mueven las ventanas del vagón. “Joder, por fin, ¡ahí estás! Te eché de menos reflejo, nadie se parece a nostras como nosotras.”


miércoles, 17 de octubre de 2018

Ahora que tú ya no estás

Rozar otras pieles, besar otros labios, perderme en otras fragancias, que ya no son las tuyas… Para así anestesiar el alma, cansada de sentir este dolor que me oprime el pecho. Buscándome en otros ojos, que ya no son los tuyos, tratando de encontrar algo que llene este vacío que dejaste en mi interior.

Camino por la calle, buscándote en cada marquesina, recreándome en cada recuerdo, intentando volver a sentirte de esa manera… mientras que, a la vez, otros brazos me alejan de lo que fuimos, de lo que pudimos ser y me acercan a la realidad de que ya no estás aquí, a ese “pero” que nos separó.

Voy, poco a poco, desgajando los pedazos que quedan de ti en mí, admirándolos y guardándolos cuidadosamente, por si alguna vez pudiera volver a ellos y, quedándome partida en porciones, como un puzle deshecho… intentando rellenar esos huecos con lo que puedo, temporalmente, hasta que pueda llenarlos por mí misma.

Quisiera volver al pasado, pero ¿quién puede? Volver a esos ojos, esos momentos, esas sonrisas, esas caricias, cuando solo éramos tú y yo… Pero solo queda el presente y la certeza de un mañana incierto, en el que lo único seguro es que tú no volverás a despertar a mi lado.

martes, 1 de agosto de 2017

El fugitivo

Podía ver parcialmente a través de la telita verde que cubría mi cara: Unas caras arrugadas y antiguas se cernían sobre mí, enmarcadas por la toca blanca. Las sentía lavar la herida, toquetear los miembros y pinchar el contorno de la herida, mientras comentaban entre ellas mi estado y me hacían algunas preguntas a las que yo contestaba de forma automática, intentando no pensar en el dolor, apretando con ambas manos las barandillas de los de la cama. El doctor guiaba aquella procesión de caras y manos. “Aguanta, chaval, ponemos unos cuantos puntos y ya” dijo y, tras lo dicho, hizo lo propio.
Un dolor punzante hizo que se me arqueara la espalda y me agarrase más fuerte a las barandillas. Los sonidos llegaban amortiguados a mi cerebro y mi vista se emborronó más. Antes de darme tiempo a reanimarme se repitió la punzada, ahora era menos consciente del dolor y más consciente de la sensación de taladro en el hueso, tanto que daba hasta dentera. En la tercera punzada intenté erguirme, pero aquellas momias de madera me sujetaron contra la camilla. En la cuarta perdí el conocimiento parcialmente y con él la cuenta.
Aquel proceso lacerante que había durado apenas unos segundos, se prolongó por, al menos, unos cuantos más: Las punzadas eran rápidas, certeras y  extremadamente dolorosas. Yo me intentaba zafar de aquellas rugosas manos, intuitivamente; intentaba escapar del dolor a pesar de que ello significase la muerte.
Cuando acabaron de coser, y las momias enjugaron la zona con unos algodones húmedos que escocieron sobre el musculo adormilado, una sensación de hormigueo me recorrió la espina dorsal. Cuando consideraron que estaba suficientemente limpio, se esmeraron en taparlo bien y entonces, y solo cuando estuvo bien tapado, una de las momias retiró el trapo verde semitransparente que solo dejaba mi herida al descubierto, y pude ver toda su dentadura mientras decía “Ya está ¿a que no ha sido para tanto?” A mi solo se me ocurrían respuestas ofensivas así que, con las pocas fuerzas que me quedaban asentí y, por fin, relajé los músculos, mientras otra de las mujeres de madera me insertaba una vía con alguna clase de opiáceo.

Cuando desperté, inconscientemente, mi mano fue a la herida: picaba, seguía dolorida y con aquella sensación de hormigueo. Me levanté de la cama y, tras recoger mis cosas, salí de aquel edificio aún atontado por el dolor y la morfina; debía seguir mi rumbo.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Nueva vida...

Bueno, por fin publico algo en este 2017... No ha sido por falta de ganas, más bien por falta de tiempo, pero bueno, aquí estoy otra vez y tengo acumulados muchos textos que han estado macerando... Así que... A ver si puedo sacarles jugo:


No quedaba nadie a quien culpar. Sucedió hacía demasiado tiempo, tanto que ya ni se acordaba. Ya no pensaba en ello, ni siquiera como un recuerdo. Sin embargo, aquel día, allí estaba, frente a ella: un fantasma de otros años, de otra vida; de otra ella que ya no existía.

Todo ocurrió en la casa de la sierra de los padres de Sandra, a la que se fueron a pasar el fin de semana. Ya desde que llegó, el paraje le transmitió una sensación de familiaridad. Había estado allí, aunque no recordaba cuándo. No le dio mayor importancia.
Un día, volviendo de bañarse en el río, se quedó un poco más atrasada al distraerse con unas plantas. Cuando levantó la vista, ahí estaba él. A unos metros de ella, la miraba fijamente. No fue hasta después de unos instantes de mirarse de hito en hito que le reconoció y, cuando por fin lo hizo, se quedó helada. A través de las ramas de los árboles y de los líquenes ahí estaba él, como algo etéreo, como un espejismo y, tal cual apareció, desapareció de nuevo.
“No, era posible que él estuviese allí, tenía que haberlo imaginado.” Sintió sudor frío en las manos, el latido del corazón retumbándole en las sienes. Intentó calmarse, salir del aturdimiento, sacarse la imagen de la cabeza: Había sido un recuerdo fugaz, una jugarreta de su subconsciente. Sin embargo, todos aquellos recuerdos volvieron. Hacía tantos años, en aquel mismo lugar, pero en otra vida…

Aunque intentó seguir como si nada, la siguiente noche la visión se repitió mientras fregaba: Al otro lado de la ventana, en medio del bosque. Entre las sombras de la noche difícilmente podía reconocer sus rasgos, pero su expresión era de una serenidad y seriedad supina. Soltó los platos precipitadamente sobre la pila y abrió la ventana, por la que se precipitó, sacando medio cuerpo y gritando su nombre, esperando que le diese alguna señal; algo que le indicase que aquello era un sueño o una alucinación. Él ni se inmutó, se mantenía ahí, de pie, mirándola, sin pestañear si quiera. Tenía que ser una alucinación. Se mojó la cara, se pellizcó las muñecas, pero nada… Él seguía ahí, estático. Pánico se apoderó de ella, tenía miedo de verdad. Sus ojos profundos parecían absorberla. Intentó tranquilizarse: ¿sería producto del alcohol? No recordaba haber bebido tanto. Él no podía estar ahí.
Todo tipo de pensamientos pasaban por su cabeza, caóticamente ¿se estaría volviendo loca? ¿Sería una broma? ¿Quién podría haber hecho…?
Rosa entró en la cocina riéndose, pero la cara blanca y de terror de su amiga le cortó la risa ipso facto. Le preguntó que le pasaba pero no contestaba, le tocó el hombro, entonces dio un respingo. La observó: su respiración era entrecortada, las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se dejó caer en los brazos Rosa mientras sollozaba. Rosa no entendía nada, pero intentó tranquilizarla. Aquella visión, junto con todos los recuerdos, golpeaban su cerebro.
Cuando se calmó, le contó a Rosa lo que había visto, o le había parecido ver, que la escuchaba pasmada, no sabía qué pensar. Rosa había sido parte de aquel pasado, una de sus amigas de toda la vida, por lo que no tuvo que dar muchas explicaciones. Rosa juró que ella no podría haber hecho una broma tan macabra y ella le confesó que temía haberse vuelto loca, a lo que Rosa no contestó. En su cara se reflejaba la regresión que estaba llevando a cabo su cerebro; hilando cabos, sacando trapos del cajón de la memoria. Tras un rato, por fin dijo:
-Quizá fue solo un chico del pueblo que se parece a él… - A ella tampoco le convencía nada ese argumento, lo había dicho para intentar calmar a su amiga. Esta agachó la cabeza
-Eso pensé yo al principio- respondió negando con lentos movimientos negativos, -te aseguro que era él… sus ojos, esa mirada… -su voz tembló.
-¿Estás segura? Ha pasado mucho tiempo.
La miró directamente a los ojos
-Rosa, da igual cuánto tiempo haya pasado… Reconocería esa mirada en cualquier sitio.
Rosa no quiso contestar, dándose cuenta de su error.

Hizo caso al consejo y se acostó, tras tomarse una tila, e intentó dormir. Sus amigos se quedaron un rato más en el salón, pero ya no jugaban a juegos de mesa, Rosa estaba poniéndoles al corriente de lo que había pasado. Decidieron no volver a sacar el tema y cuidarla de forma especial esos días. Ana, la dueña de la casa, se sintió un poco responsable, no sabía que ella había estado allí en el pasado y menos con él.
-Probablemente no lo recordaba ni ella. Fue mucho lo que hubo de superar - dijo Rosa, dándose cuenta de que tampoco había caído en la cuenta y ella sí que lo sabía o, al menos, lo había sabido.

A la mañana siguiente todo parecía más alegre, volvieron al río y ya pensaban que lo peor había pasado. Sabía que Rosa se lo había contado a los demás y se tomó como una ofensa aquel trato especial que le daban. “No estoy loca ¿vale?” contestó repentinamente cuando Dani intentó sacarla de su ensimismamiento. Todos la miraron sorprendidos. Dani rompió el silencio:
-Ninguno cree que estés loca - dijo calmadamente mirándola a los ojos - solo nos preocupamos por ti.

Aquella noche, fregando los platos, volvió a saltar:
-Estoy cansada de hacer como si nada... le vi ahí en frente - decía mientras señalaba a través de la ventana de la cocina.
-No te dejaremos sola. - dijo Rosa.
Decidida, salió con una linterna y se adentró en el bosque. Rosa cumplió su promesa y la acompañó. Pasaron un buen rato caminando entre la oscuridad de los arboles. “vámonos ya a dormir” decía Rosa, intentando que saliese de aquella obsesión, pero seguía caminando sin contestar. Rosa, resignada, pidió un alto para hacer pis y se alejó un par de metros. Mientras esperaba a Rosa, se quedó parada mirando a la oscuridad y volvió a aparecer: esta vez se lo esperaba, estaba preparada. Llamó a Rosa y luego se acercó a él, sorprendida de que no se moviese del sitio, hasta situarse a un palmo. Era él, era real, estaba allí ¿cómo podía ser aquello? Ella alargó el brazo hasta rozar su cara con la yema de los dedos, él le agarró la mano y dulcificó la expresión, mientras se dejaba acariciar.
Un crujido sonó tras ellos, Rosa la miraba sorprendida. Aún con la mano sobre la cara de él, ella la miró con lágrimas en los ojos y una sonrisa desencajada.

Tras aquel fin de semana, fue ingresada en un centro psiquiátrico. Afirmaba que el pasado y el presente se habían cruzado en una brecha temporal que, de alguna forma, había juntado su existencia con la de él en dos vidas separadas por el tiempo. Él se lo había explicado todo.
Rosa afirmaba haberla visto a ella sola, allí no había nadie.

El diagnostico fue un shock emocional propiciado por revivir una serie de recuerdos traumáticos.