La habitación estaba a oscuras, la luz de las farolas de la calle se filtraba por la ventana abierta y se movía al son de la cortina, balanceándose, haciendo juegos lumínicos.
El calor y el desorden llenaban aquella pequeña habitación. El escritorio estaba repleto de libros, tabaco de liar, papeles, sellos, plumas... En el suelo de la habitación reinaba la anarquía de ropa, zapatos y dos guitarras abandonadas y las paredes estaban repletas de fotografías y dibujos sembrados al azar. En la cama, deshecha, se encontraban Alberto y Ángela abrazados, con los cuerpos aún sudorosos y la respiración descompasada. 
Alberto se arrastró cansadamente hasta la mesa, cogió el tabaco y el papel y volvió con un cigarro encendido a la cama. Mientras, ella había aprovechado para invadir toda la cama.
Se sentó en un hueco que quedaba a los pies de la cama y Ángela le miraba, tumbada de lado. Él le acercó el cigarro a los labios y, con ternura, se lo sujetó mientras ella le daba una larga calada.
-Ven, túmbate conmigo.- Dijo mientras expulsaba el humo suavemente. 
Obedeciendo, Alberto acercó el cenicero a la cama y se tumbó boca arriba al lado de ella. Ángela aprovechó para colocar la cabeza en su almohada favorita: un hueco entre el hombro y el pectoral de él, quedando el brazo de él irremediablemente atrapado por ella y ella de lado.
Así estuvieron mucho rato, fumando y hablando de cuando en cuando. El resto del tiempo lo único que se oía era el ruido lejano de los coches, el aspirar y soltar el humo del tabaco y la brisa del aire fresco de una noche de finales de Agosto.
-Abrázame.- Le pidió ella, alzando la vista para poder mirarle desde su posición.
Él la miró y vio en sus ojos que lo decía en serio, así que pasó el brazo que le quedaba libre hasta agarrarla de la cintura, mientras con el otro (que quedaba sepultado por su larga cabellera hasta el codo) la apretó contra sí dulcemente. Ángela, aún acoplada en aquel hueco del hombro, se limitó a cerrar los ojos y dejarse abrazar dulce y fuertemente.
-Abrázame toda la noche... Aunque no me quieras, aun que sea mentira...- Dijo casi en un susurro.
Alberto buscó su rostro con la mirada mientras le apartaba el pelo de la cara, que le molestaba para ver su expresión. Se la veía tan pequeña ahí: apoyada en su pecho y con sus dos brazos cubriendo casi la mitad de su cuerpo. 
Aquellos ojos le miraban, no con ternura, ni con miedo, ni con amor, ni con deseo, sino de una manera distinta, una mezcla entre alegría y desesperación. No sabía entender esa mirada, pero la sabía localizar porque solo ella tenía aquel sentimiento extraño fundido en su pupila. Esa mirada, que ella le regalaba, decía sin decir nada. La apretó mas fuerte contra su cuerpo, sintiéndola cada vez más pequeña entre sus enormes brazos, la besó la cabeza y esperó pacientemente hasta que su respiración se acompasó, haciéndole saber que estaba dormida profundamente.
Podía oír el latir de su corazón acompasado, lo que le daba una tranquilidad sospechosa. 
Aquellos ojos de esfinge, que le tenían preso sin tenerle, se encontraban ahora en un mundo distinto y ella era como un hada de los sueños, temblaba, murmuraba e, incluso, sonreía. Él se divertía mirándola dormir, velando sus, a veces, ajetreados sueños. "Pobre criatura, como los seres mitológicos te adoro y te admiro solo por el hecho de que no te entiendo" pensó Alberto y acto seguido, se unió a los sueños de su duende.
 
 
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