jueves, 22 de octubre de 2015

Baldosas rotas

Chocó sus zapatos uno contra otro tres veces y, aunque no eran los chapines rojos de Oz sino unas converse negras y desgastadas, cerró los ojos y formuló, también tres veces, las mágicas palabras “se está mejor en casa que en ningún sitio” concentrándose en ellas, mientras sentía la suave vibración en sus pies una vez, otra vez y otra vez.

Realmente deseaba volver a casa… volver a sentirse en casa y, por un momento, imaginó que pudiese ser posible; que al abrir los ojos se encontrase dentro de su camita, con su colcha de elefantitos rosas en mitad de una perfumada noche de primavera.
Quería dejar atrás ese camino de baldosas amarillas que resultaba tan traicionero con sus baldosas rotas, sus atajos serpenteantes a través de oscuridades, sus cuestas arriba y abajo… Ya estaba cansada de buscar el verdadero amor y así poder volver a oír latir su corazón, la verdadera inteligencia para asegurar que sus decisiones eran las correctas y el coraje necesario para continuar siempre adelante, a pesar de todo. Se sentía aburrida de enfrentarse todos los días a las constantes maldades de las brujas del este y del oeste. Hacía tiempo que sabía que aquel maravilloso mago no era más que un impostor, que con sus trucos había encandilado a todo el que se había dejado convencer. Para sus ojos, la ciudad había perdido ese tono verde cristalino de esmeralda que la hacía tan mágica y característica, de hecho, ninguna  ciudad de todas las que había conocido durante sus largos viajes contenía ya ningún interés para ella, al contrario, todas se habían vuelto grises, aburridas y monótonas, a pesar de lo preciosas que pudiesen parecer en el catálogo.

La realidad cada vez tenía más parecido con un cuento, un cuento en el que había quedado atrapada, en el cual tenía que cumplir el papel de un personaje que no era del todo el suyo, en el que todo truco de magia había sido desvelado, con  aventuras repetitivas y acontecimientos totalmente previsibles.
Sí, crecer (y, en suma, vivir) era una gran aventura, pero ella ya se había cansado. No se podía decir que no se hubiese divertido y tampoco se trataba de que quisiese abandonar. Quería descansar, aunque solo fuese un rato, y volver a ver todo aquello como un deseable futuro; como ilusiones de almohada. Quería retomar los juegos constantes y dejar a un lado el gran reto que suponía cada día; volver al simple y maravilloso “¿quieres ser mi amigo?” a no tener preocupaciones y divertirse planeando el futuro, ese futuro que era ahora su presente y que, en comparación con el que había imaginado, era tan decepcionante.


Ahora, justo antes de otra de esas situaciones que marcan la trayectoria de un adulto, solo quería volver a sentirse en casa y descansar. Tras chocar los zapatos y decir aquellas palabras tres veces, como en el cuento, abrió los ojos: seguía sentada en aquella elegante sala de espera, con sus converse desgastadas y su carpeta en la mano. Suspiró, miró a su alrededor, se levantó y se dirigió a la puerta con la única esperanza de poder escapar.

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