martes, 26 de abril de 2016

La llave mágica de Celina (I)

Primer capítulo de La llave mágica de Celina:


Las promesas incumplidas, el sufrimiento, el sentimiento de culpabilidad, sentimientos encontrados de amor y odio, las dudas, la angustia, etc. se condensaban en sus ojos azules en forma de lágrimas. Dolía pensar lo mucho que le quería, lo mucho que le necesitaba y lo lejos que estaba él de quererla y necesitarla a ella.

Ese dolor se fue transformando en enfado, el enfado en rabia y esa rabia le quemaba por dentro, no quería sentirla, porque aún le amaba. Ya no quería amarle, quería dejar de sufrir y no era capaz de esperar a que el dolor pasase. Entonces calló en la cuenta de que no solo no quería sentirlo más, sino que no quería volver a pasar por ello, no podía volver a pasar por aquello otra vez.
No quiso pensárselo dos veces, por miedo a arrepentirse. Cogió su caballo y cabalgó hasta el alejado santuario, donde vivía una pitonisa en absoluta soledad y recogimiento. 
Aquella pitonisa la acogió con la confianza de quién sabe lo que va a suceder:

-Sé que vienes a averiguar cómo alejarte de ese amor que te angustia. –Le dijo la pitonisa. –Tan solo cuentas con una pregunta; piensa bien que preguntarás.

Ella tan solo agachó la cabeza, con los ojos de nuevo empañados en lágrimas.

-Antes de preguntar al oráculo deberás saber que no es posible deshacerse de un sentimiento… Los sentimientos son demasiado complejos, se entrelazan entre ellos. Es posible que en tu intento por paliar tu angustia acabes con toda huella de humanidad en ti ¿Seguro que eso es lo que quieres? No sentirás nada. –La interrogó la pitonisa, siempre sonriente.

Levantó la mirada, sus ojos llameaban de una forma que borraron la sonrisa de la pitonisa.


-Sí – dijo con decisión – si debo arriesgar mi felicidad por no ser infeliz así será, ¿Por qué no gozar? ¡Por no sufrir! Haré mi pregunta: “Oráculo ¿cómo acabo con el sufrimiento de mi corazón?”
-De acuerdo – se limitó a decir la Pitonisa, esta vez seria y, tras una pausa en la que pareció meditar continuó –esta es la respuesta del oráculo:

“Si a Vulcano vas a ver
Una llave te debe hacer
Con la que cerrar tu corazón
Para asegurarlo del dolor”

Casi no había acabado de formular la pitonisa estas palabras cuándo Celina salió corriendo por la puerta del santuario, sabía perfectamente dónde encontrar a Vulcano; las leyendas corrían por todas partes sobre él, así que, sin perder ni un minuto, fue a su casa, hizo un hatillo con todo lo que pensó que necesitaría para el viaje y de nuevo salió al galope hacia su destino. No quiso ni pararse a pensar en lo que iba a hacer, pero había incluido en aquel pequeño equipaje un colgante que aquel al que tanto amó le había regalado con la promesa de un amor eterno y, durante las largas noches que tuvo que pasar hasta llegar a su destino su trayecto lloraba mientras apretaba aquel colgante contra su pecho.

Cuando por fin llegó a la puerta de la guarida de Vulcano había allí un anciano cojo y feo que le preguntó a Celina qué buscaba. Cuando le contestó, él la miró interesado y quiso saber más, ofreciéndola agua y asiento a cambio de su narración. Ella, que estaba cansada del viaje, agradeció la compañía después de tantos días de soledad. Le relató su historia de amor y desengaño con detalles y sin poder evitar emocionarse en ciertas partes del relato. Le contó que había acudido al oráculo para preguntarle cómo deshacerse de aquel dolor que la mataba por dentro y cómo, tras su largo viaje, había llegado a allí en busca de que Vulcano le procurase una cura para aquellos engañosos sentimientos con doble cara.
El anciano, tras haber escuchado la historia completa con toda su atención, se levantó y se presentó como el mismísimo Vulcano y le abrió la puerta de su taller.

Dentro del mismo, sobre su fragua encendida, se podía ver, enganchada a una vara de hierro, enrojecida por el calor, una pequeña llavecita. Cuando ella vio aquello le miró sorprendida, Vulcano se limitó a contestar “te esperaba” mientras se calzaba unos gruesos guantes y agarraba el hierro para sacar la pequeña llave del fuego e introducirla en una tinaja de una especie de agua plateada. La llave chisporroteó al principio, tras unos segundos inmersa en aquel líquido la sacó igual que la había metido y la acercó al fuego, donde giró hasta cerciorarse de que estaba totalmente seca, luego cogió un paño con el que la cubrió y frotó suavemente para pulirla hasta sacarle el máximo brillo, antes de dársela a Celina, que había seguido todo el procedimiento con sus grandes ojos azules, esperando pacientemente y observando cada movimiento desde una esquina del taller.

Una vez acabado el proceso Vulcano agarró la llavecita con los dedos desnudos y se la puso en la palma de la mano, para mostrársela, mientras decía:
-Mira hija, ésta llave te ayudará a conseguir lo que deseas pero, y escucha bien esto que te voy a decir porque es muy importante: deberás colgártela del cuello en el centro del pecho, no más alta. Una vez que la llave toque tu piel su poder llegará a tu corazón, donde sellará tus sentimientos; con esto me refiero a todos tus sentimientos, no solo a la angustia que sientes ahora. Amor, tristeza, alegría… Cualquier otro sentimiento será igual de anulado. Pero, si te la quitas una sola vez su poder se acabará y ya no podrá volver a hacer efecto, aunque te la volvieses a poner no serviría de nada, tiene un poder limitado. Piénsalo bien.

Tras decir esto, Vulcano quedó con la mano extendida y la llave en ella. Celina, por primera vez desde que comenzó su viaje, dudaba. Observaba la llave valorando el impacto que podría tener en su vida cuando, de repente, le vinieron a la cabeza todas aquellas noches de dolor. Todos los días de angustia, ya no solo aquellos del reciente desamor, sino los de toda su vida por distintos motivos aparecieron en su cabeza para darle el empujón que necesitaba.
Frunció el ceño, estaba decidida a acabar con aquello y, de un rápido y brusco movimiento, agarró la llave de la mano de Vulcano. En ese momento, Vulcano, su taller y la puerta de la guarida desaparecieron, quedando solo ella y su caballo en aquel camino empedrado que había seguido hasta la guarida.


Aquella noche, ante el fuego que había hecho en su pequeño campamento, se paró a observar la llave con detenimiento; contaba con una pequeña argolla que le facilitaba llevarla de colgante. Entonces se le ocurrió que podía usar la cadena del colgante que le regaló aquel que tantas promesas incumplidas hizo. Comprobó que la altura era la adecuada a la que le había indicado el herrero olímpico, sacó el colgante, lo apretó contra su pecho por última vez y cerró los ojos para permitirse un último momento pensando en él, luego lo lanzó lejos mientras una lágrima, su última lágrima, resbalaba por su mejilla. Luego colocó rápidamente la llavecita en la cadena de plata, la miró un segundo valorando el buen trabajo que Vulcano había realizado; era una llave preciosa y quedaría muy bien adornando su pecho. “Sí, la altura es perfecta” pensó mientras oía el “click” del cierre en su nuca y, justo cuando la llave tocó su pecho, su angustia desapareció.

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